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El Bicentenario y las personas que aún nos faltan, por César Cárdenas Lizarbe

Fotografía: Museo de la Memoria de Anfasep - Ayacucho

Un gran número de amistades cercanas me conocen con el apelativo de vago. Es un apodo autoimpuesto desde mi paso por Ayacucho donde viví cerca de 11 años. No he contado, salvo excepciones, las razones que explican ese apodo.

Ingresé a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga (UNSCH) en el año 1996. Lo hice, entre otras razones, con la esperanza de que si me levaban (secuestraban), las autoridades del Ejército de entonces pudiesen autorizar mi salida de un cuartel en el entendido que, siendo un estudiante universitario, pudiesen inferir que no era un vago, porque en aquellos años del autoritarismo político un inmenso sector de la sociedad exigía que los vagos vayan al cuartel a pelear contra el terrorismo.

La excusa no sirvió de nada. En el año 1998, cuando caminaba deprisa a devolver un libro de Derecho Penal que me prestaron para un examen, la Av. 26 de Enero quedó detrás de mí y me encontraba a la altura de donde funcionaba la Morgue de Ayacucho. Es entonces cuando un vehículo tipo couster que venía a velocidad se detuvo a unos metros de donde estaba, descendieron 5 sujetos y en unos segundos tenía la boca tapada, golpes e insultos por doquier, y en un abrir y cerrar de ojos estaba tendido en el piso de ese vehículo, donde estaban ya al menos una decena de jóvenes como yo.

El vehículo recorrió distintas partes de la ciudad, levaron más personas, todas estaban unas encima de otras tiradas en el piso del vehículo, y cuando anochecía nos dijeron que nos llevarían a la comisaría para identificarnos. Ese trayecto se mi hizo larguísimo. Y no fue sino hasta cuando descendimos en un descampado desde donde se podía divisar, a lo lejos, la ciudad. Ya después me pude ubicar. Estaba en el Cuartel de Quicapata.

No voy a detallar aquí los días de angustia, de incomunicación, de miedo, de violencia y de todo lo que pasó entonces. Lo único que voy a decir es que luego de varias semanas, cuando iban a visitar el Cuartel de Quicapata un oficial de alto rango y el capellán del Ejército, los oficiales a cargo le pidieron a uno de los jóvenes ahí recluidos que hiciera marcos de madera para poner fotos de los visitantes y obsequiárselos. Como tenía poco tiempo pidió un apoyo, y me ordenaron que lo ayude. Hicimos lo que pudimos.

Esa tarde, el oficial a cargo ordenó que ese joven y yo vayamos a la cocina, ayudáramos a preparar el rancho y nos dejó allí hasta la tarde. Cuando todos debían volver a las cuadras y empezaba a anochecer, llamaron a un sargento, quien nos dijo que íbamos a salir, que no debíamos contarle a nadie, y que si se enteraban de cómo llegamos y estuvimos, volveríamos a Quicapata. Nos llevó hasta la tranquera, ordenó a los que vigilaban el ingreso que rastrillaran su armamento y nos dio dos minutos para correr de allí: “¡desaparecen y no quiero verlos!”.

Yo pude retornar de esa pesadilla, pero miles de personas no. A mí me levó el Ejército, bajo la justificación de la necesidad de enfrentar el terrorismo. A otros los secuestraron los terroristas. En cualquiera de las situaciones, hay miles de peruanos y peruanas cuyo espacio en el hogar, entre los suyos, sigue siendo una tarea pendiente. Por eso me involucré en los temas de derechos humanos, y pude conocer a las mamás de Anfasep, con quienes aún ahora comparto y comprendo el drama de quienes buscan aún a sus seres queridos, aunque sin el resultado de mi experiencia.

Me complace por eso que entre los temas que ahora impulsa el Instituto Debate y Desarrollo, del que ahora formo parte, no se haya abandonado la necesidad de abordar temas relacionados con la importancia de atender las secuelas de ese período difícil que supuso las décadas de 1980 al 2000. La búsqueda de información sobre el paradero de las personas desaparecidas debiera continuar en la agenda pública y en la del Estado. De allí el valor que para mí constituye el desarrollo del Curso “Los Derechos Humanos de las personas desaparecidas: el enfoque humanitario en el Perú”, que Mónica Barriga va a dictar a partir del 15 de febrero.

Ojalá que, desde otros espacios privados y públicos, se siga apostando por buscar a los ausentes. Iniciar un bicentenario sin reafirmar esfuerzos en ese sentido, nos dejará irremediablemente como una sociedad sin posibilidad de construir un desarrollo ético.

P.D.:En la fotografía, estoy con colegas del Ministerio Público en una de las primeras exhumaciones que impulsamos en el Cuartel Los Cabitos. Frente a quienes dudaban de las levas, secuestros y muertes, los hallazgos que obtuvimos -terribles y deleznables- dejan clara la historia y las responsabilidades que como sociedad debemos atender para que no ocurran nuevamente.

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